Author :
Aurelio Ramos
Category :

Local Conservation with Global Impact

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Salimos como a las siete y media de la mañana. Sí, nos cogió la noche, pero era un grupo de observadores particular, con líderes ambientales, periodistas locales e internacionales, empresarios y representantes de gobiernos que jamás habían salido a pajarear y menos aún luego de intensas jornadas en la COP16. Con mucha expectativa y un café fuerte antes de empezar la caminata por los bosques del kilómetro 18, arriba de Cali, nos sumergimos en el paraíso de las aves.

Andrés Osorio se encargó del grupo, nos dio información sobre el ecosistema donde estábamos y pronosticó algunas aves. Y, claro, se presentó como uno de los 400 informadores de aviturismo entrenados por Audubon. A él, las aves se le atravesaron por el camino y luego de graduarse como guía bilingüe de turismo en el Sena, cambió “las oficinas de concreto por la naturaleza y la biodiversidad de Colombia”.

Tocados por las palabras de Andrés y por ese frío misterio del bosque de niebla -this is a cloud forest, yes? -, a los visitantes los binóculos también les abrieron los ojos para ver lo que significa hacer trabajo de conservación local, que considero una ruta prioritaria para lograr un impacto global. Este avistamiento, como prácticamente todos los que hay en el país, es posible por las personas y comunidades que habitan estos lugares y han hecho del cuidado cotidiano de la naturaleza una forma de vida. Antes de las políticas, la ciencia o los cálculos de compensación están las personas en los sitios que necesitamos conservar.

Muchas personas me preguntan por un balance de la COP16. Me sobran palabras de agradecimiento, felicitación y reconocimiento de algunos logros importantes. También tengo unas cuantas más para debatir el débil resultado frente a los aportes de las industrias que usan a la naturaleza y se ahorran los beneficios para las comunidades que guardan este patrimonio. El tema financiero a favor de la biodiversidad sumó poco.

Pero hubo ganancias en el kilómetro 18. Las comparaciones no siempre son odiosas, a veces ayudan a dimensionar las cosas. Por ejemplo, Cali, en sus 564 km² tiene 562 especies de aves registradas, según la Colombia BirdFair, es decir, la mitad del número que tiene Estados Unidos continental (1120 especies en 7 825 268, 25 km²); y el Valle del Cauca, con 22.140 km2, se acerca a ese mismo número de especies de EE.UU. En pocas palabras, la pajareada hizo evidente la importancia del Valle del Cauca y del país de las aves, y fue suficiente para entender por qué Audubon lleva años con la lupa puesta en esta región y en Colombia. Pero, ante todo, le dio un peso real, nombre y rostro a la labor que hacen las personas y comunidades a favor de las aves y la biodiversidad.

En junio pasado, cuando iniciamos esta Ruta hacia la COP16, dije que las aves debían ocupar un lugar central en este encuentro mundial. Y de muchas formas lo tuvieron. Sin embargo, reconociendo el gran trabajo con aliados, socios y amigos locales e internacionales, creo que me quedé corto en resaltar que las comunidades son el polo a tierra de la conservación real, y que el apoyo a los guías y a emprendimientos sostenibles es una ruta vital para poner volar la conservación en el planeta.

 

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